RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

viernes, 11 de diciembre de 2015

DE MOSCOVIA LAS MURALLAS


DE MOSCOVIA LAS MURALLAS

Meditación española acerca de Rusia

 
A finales de 2013 o inicios de 2014, D. Sergio Fernández Riquelme preparaba la edición de su libro "El nuevo imperio ruso. Historia y Civilización" y fue entonces cuando me invitó gentilmente a que prologara su obra que constituye un óptimo estudio de la realidad rusa como pocos se han hecho en nuestros días. Fue para mí un honor que contara conmigo para el prólogo, pero cuando se me pide escribir o hablar de Rusia me faltan páginas por la admiración y el amor que le profeso a la gran nación rusa. Así que salió esto que excede el prólogo y no llega al ensayo. Pasado un tiempo prudencial, durante el cual deseo que la obra del profesor Fernández Riquelme haya tenido la proyección que merece, publico esta
"Meditación española acerca de Rusia" 
en RAIGAMBRE, con muy pocas correcciones y alteraciones del texto original.


Manuel Fernández Espinosa

 
El título que encabeza esta meditación española acerca de Rusia es un verso perteneciente a una obra dramática de D. Antonio Mira de Amescua (1577-1644) intitulada “El esclavo del demonio”. La obra del dramaturgo guadijeño es una versión autóctona de la leyenda portuguesa de Gil de Santarén que, cual Fausto ibérico, comete la temeridad de firmar un pacto con el diablo; tal y como los que hoy firman un papel en el banco. En “El esclavo del demonio” el diablo (a diferencia del de Goethe) no se llama “Mefistófeles”, sino que se nombra “Angelio” y es en el acto tercero de la susodicha, cuando Angelio trata de divertir la melancolía de su “esclavo”, que el demonio le pinta la “ciudad terrenal” ofreciéndosela, ya que no está en su mano brindarle la “ciudad celestial”. Para encarecer las excelencias terrícolas de cuyo señorío se jacta Angelio ser el titular, recurre el diablo a yuxtaponer las más admirables y pintorescas particularidades (pompas mundanas) de muchas celebradas urbes: París, Zaragoza, Florencia, Madrid, Granada… Y del elenco de vistosas y amenas ciudades se acuerda el diablo de Moscovia. Angelio pone la nota de Moscovia en sus murallas: “…de Moscovia las murallas”. Podemos presumir que un español de la primera mitad del siglo XVII poco más sabría de la remota Moscovia que la monumentalidad de sus murallas.

Alexis II, patriarca de Moscú y de todas las Rusias, muchos años después recordaría que, en su visita a España del año 1966, tuvo la ocasión de estar en San Lorenzo de El Escorial; en su visitación le llamaría poderosamente la atención un mapa del siglo XVI. Lo peculiar de este mapa es que el cartógrafo que lo hizo había rotulado sobre la superficie que correspondía a Rusia una frase: “Terra incognita”. Podemos decir que, para la mayoría de españoles, eso era Rusia y, por desgracia, podemos decir que, pese a las ventajas que hoy pudieran alegarse en lo concerniente a facilidad informativa y comunicación, Rusia sigue siendo, para nosotros, “tierra incógnita” todavía a día de hoy.

Sin embargo, nunca faltaron los tanteos y aproches de España a Rusia a lo largo de la historia. Felipe II envió a Pedro Fajardo con la misión de establecer una alianza con la Rusia de Iván IV el Terrible, mas Pedro Fajardo no pasó de Praga y aquella intención quedó para empedrar el infierno. Por aquel tiempo, cuando Felipe II acariciaba una alianza con Rusia para hacer frente a Turquía, Iván el Terrible (digamos en descargo del monarca ruso que éste ignoraba las benevolentes intenciones de Felipe II) ponderaba los pros y contras de un pacto con los turcos, de tal manera que aquellas negociaciones llegaron al conocimiento de nuestro Duque de Alba y éste, ante flirteos tan peligrosos, ordenó a los fabricantes alemanes que no comerciaran con Rusia. Muchas más son las noticias, siquiera aisladas, de viajeros españoles a Rusia en los siglos XVI y XVII: valga el ejemplo del aventurero jaenero Pedro Ordóñez de Ceballos (1550-1634) que, en sus expediciones mercantiles, menciona haber puesto el pie en Moscovia; pero este aventurero nos deja con la miel en los labios, puesto que en su libro de memorias y viajes (“Viaje del mundo”) no da mayor cuenta de su visita a Rusia que dejar constancia de su paso por ella. Para lo que nos concierne, más celebridad alcanzaría en su época el libro de un viajero aragonés: Pedro Cubero Sebastián (1645-1696). Éste sí registrará sus impresiones sobre Rusia en la expedición que emprendió en 1670 y que se dilató durante nueve años. Las noticias españolas sobre Rusia escasean, pero viajeros españoles no faltarán que puedan dar noticia de Rusia, de tal modo que los españoles de los siglos de oro podían barruntar que existía un vastísimo territorio al otro extremo de Europa: una enorme nación (que es cristiana, sin ser católica; que es europea, sin ser europea).
 
De Moscovia las murallas

¿Qué idea tenían los españoles de nuestros siglos áureos de la enigmática Rusia?

Los libros que venían de otros países de Europa y, sobre todo, las relaciones que debemos a los jesuitas fueron una fuente constante de noticias de Rusia. Algunos jesuitas, al igual que en China y en Japón, habían estado en Rusia, involucrándose en algunos de episodios cruciales de la historia rusa. Lo dejaron por escrito y fueron traducidos al español: tal es el caso, por ejemplo, de la “Historia pontifical y católica. Compuesta y ordenada por el D. Luis de Bauia, Capellán del Rey nuestro Señor, en su Real Capilla de Granada” del año 1606. Esta parece haber sido la fuente a la que acudieron tanto Enrique Suárez de Mendoza y Figueroa como Lope de Vega: Suárez de Mendoza para componer su novela “Eustorgio y Clorilene. Historia moscovica” (del año 1629) y Lope de Vega para su obra dramática “El Gran Duque de Moscovia y emperador perseguido”. Tanto la novela referida de Suárez de Mendoza, conceptuada como emulación del “Persiles y Sigismunda” de Cervantes, como el drama de Lope de Vega tienen a Moscovia como escenario de sus respectivas tramas; pero ambas acusan ciertas imprecisiones históricas que llegan al disparate: esto proporciona una ligera idea de que Rusia invitaba por su exotismo a fantasear literariamente, sin mayor preocupación por los dislates históricos que pudiera cometer el autor literario.

Francisco de Quevedo, uno de los españoles mejor informados de su época, abordará la situación política de Rusia en el discurso XXVI de “La hora de todos y la fortuna con seso”. Quevedo presentará al Gran Duque de Moscovia en ese discurso, agobiado por las deudas que causan las invasiones tártaras y las fricciones con Turquía. Quevedo adjudica al Gran Duque de Moscovia una favorable opinión, algo excepcional, dado que Quevedo juzgaba a la mayoría de gobernantes europeos de modo muy severo. Peor será la opinión que sobre los rusos pareció tener Diego Saavedra Fajardo (1584-1648), al menos así lo parece según podemos leer en su “Idea de un príncipe político cristiano representada en cien empresas” (1640). Cuando este diplomático español tan avezado y con tanta mundología pasa revista a los caracteres de los pueblos europeos mete en el mismo saco a moscovitas y a tártaros y dice de ellos que: “Los moscovitas y tártaros, nacidos para servir, acometen en la guerra con celeridad y huyen con confusión” (la negrita es nuestra).

“Nacidos para servir” dice Saavedra Fajardo. Es ésta una de las impresiones que más se repiten en aquellos escasos pasajes de la literatura española de los siglos XVI y XVII que abordan la realidad rusa de su época. Y se repetirá parecida percepción hasta bien entrado el siglo XVIII. Es una idea que arraiga entre los españoles la del pueblo ruso como pueblo servil: pareciera que a los españoles les resulta extraño y hasta inadmisible los extremos de servidumbre que se constatan en Rusia por parte de los viajeros españoles y europeos. La alta estima de la libertad que existe entre los españoles se espanta ante un sojuzgamiento tan abyecto como el que se cuenta que existe en Rusia. Los españoles entienden tan antinatural como envilecedor ese resignado sometimiento y tal condición servil es muy fácil de achacar desde fuera a cobardía (así parece interpretarlo Saavedra Fajardo y otros). Para entender esta estimativa española tendríamos que tener muy presente que España se forjó sobre la base de unas libertades adquiridas en reconquista beligerante del territorio peninsular (como bien lo mostró D. Claudio Sánchez-Albornoz). La realidad de las gentes que conformaban los reinos cristianos peninsulares y, posteriormente, su natural y sobrenatural eclosión en la España de los Siglos de Oro no corresponden a esa deplorable caricatura que un progresismo ignorante y extranjerizante ha pergeñado. Los indeseables detractores de España (extranjeros de la Leyenda Negra y sus secuaces hispanoides) han podido pervertir la historia, presentando una España tradicional, inculta, huérfana de libertades, oscurantista, clerical y siniestramente inquisitorial, pero ha sido a costa de omitir que el ideal que siempre animó a los españoles y que prevaleció en los siglos dorados fue la libertad que, en teología era “libre albedrío” y que, en política se expresaba bajo el lema: “Del rey abajo, ninguno”; con esta ley aceptada por todos se consagraba la igualdad de todos los regnícolas y, en virtud de su condición de cristianos viejos, nadie se tenía por menos que nadie. En el caso de que cualquiera osara conculcar este principio fundado en un espíritu cristiano y social, siempre quedaba al español el recurso a la rebelión: el “¡Viva el Rey y muera el mal gobierno!” y, cuando después del tumulto, venían a depurarse las responsabilidades de los levantiscos, siempre había un: “Fuenteovejuna, ¡todos a una!”.

Con mucha seguridad podemos decir que para el español la consideración de cualquier sumisión política más allá de lo natural era una oprobiosa tiranía y, contra la tiranía (como bien postulaba el jesuita Mariana), siempre cabía el recurso del “tiranicidio”. Que en Rusia existiera una situación de general sujeción era un escándalo para el español que, en aquel tiempo, no podía explicárselo si no era por presumirle cobardía al pueblo que de esa guisa se dejaba tratar. Baltasar Gracián, al igual que Saavedra Fajardo, también atribuye a falta de coraje nacional que los rusos inclinaran su cerviz a un poder despótico; en las exiguas noticias que de Rusia pudiera tener Baltasar Gracián (no estaría ayuno de ellas, dado que era miembro de la Compañía de Jesús) la sumisión del pueblo ruso no puede atribuirse a otra razón y así, cuando (en una de sus donosas alegorías de “El Criticón”) el autor aragonés reparte las suertes que le correspondió figurativamente a cada una de las naciones humanas en cuanto al coraje, concederá lo más valioso de la valentía (representado en el “corazón”) a los japoneses (los cuales son para Gracián los “españoles del Asia”)... ¿Y a los rusos? A los rusos les adjudica el “pulmón” de la valentía que –bien descifrado- es como decir que el valor de los rusos es como aire y, en el mejor de los casos, como viento. Gracián también reputará a Moscovia como “ceñuda”, un rasgo que no pasa de una generalización fisiognómica insignificante.

Es más que probable que las noticias llegadas de la remotísima Rusia a España vinieran por conductos de la Compañía de Jesús, como he dicho más arriba: la obra más arriba mencionada de la “Historia pontifical y católica” era una traducción cuya fuente era un texto italiano de un jesuita. Sería será muy celebrado el “Viaje de Moscovia” del jesuita Antonio Possevino (1533-1611), diplomático eclesiástico que había tenido la experiencia de dilatadas estancias en Rusia en misiones pontificias.
 

El lector coincidirá conmigo en que estos juicios (y prejuicios) de nuestros antepasados españoles sobre Rusia (y sobre los rusos) son tan categóricos como superficiales. A la luz de la historia, el pueblo ruso ha demostrado (contra Napoleón y contra Hitler) ser uno de los pueblos más heroicos que existen sobre la faz de la tierra; empero si discrepamos de la interpretación que dan de la causa de esa “sumisión” perpetuada del pueblo ruso, lo que no podemos es soslayar que, cuantos viajeros extranjeros visitaron Rusia coincidieron en denunciar que los rusos soportaban más de lo que cualquier occidental estaba dispuesto a admitir en cuanto a sometimiento; de lo que se colige que el ruso ha sido con mucha probabilidad uno de los pueblos más sufridos y más maltratados por su casta dirigente. Pero, es justo admitir que la razón de ese hecho no tiene que ser forzosamente la de faltarles el coraje a los rusos.

Haber acopiado aquí algunas de las pocas y dispersas noticias que de Rusia se registran en la literatura española del siglo de oro español tenía para nosotros una intención didáctica, cual era la de mostrar precisamente que Rusia ha sido para los españoles “tierra incógnita”, como indicaba el mapa aquel que viera Alexis II en El Escorial. Sin embargo, a finales del siglo XVII, reinando en España su católica majestad Carlos II “El Hechizado”, un español va a realizar la ímproba y meritoria labor de escribir una ambiciosa Historia de Rusia, y para ello empleará un ingente material, amén de las impresiones y noticias que, del modo más metódico, ha recogido sobre Rusia. Ese español que, como tantos españoles de mérito está por descubrir, fue D. Manuel Villegas Piñateli, Secretario del Rey y académico de la RAE. Manuel Villegas Piñateli en el año 1736 publicaría en dos tomos su voluminosa “Historia de Moscovia y vida de sus Czares, con una descripción de todo el imperio, su gobierno, religión, costumbres y genio de sus naturales”.

Y resulta que a principios del siglo XVIII todavía llama la atención a Villegas Piñateli esa férrea servidumbre de que es víctima el pueblo ruso. Así nos lo dice Villegas Piñateli, en pocas líneas:

“…los Moscovitas padecen gran falta en su crianza y costumbres. Su misma barbaridad y la sujeción con que viven (tanto la plebe, respecto de los nobles y señores, como estos respecto del Czar, de quien creen saber solo decidir en todo, lo que se ofrece), [esa creencia] es causa, de que no lleguen a descubrir lo pesado de su yugo, ni la violencia, con que son dominados; habiendo fabricado de la misma ignorancia el principio elemental de su política, y soberanía” (“Historia de Moscovia y vida de sus Czares…”, cap. VIII).

Si en los siglos anteriores la servidumbre en que yacía la población rusa era atribuída por nuestros españoles a una presumible falta de valentía para desuncirse del yugo servil, algo que en sus entendederas bien podría hacerse alzándose contra un régimen inhumano, la interpretación que se abre paso con Villegas Piñateli es de otra índole. Menos simple y superficial, mucho más perspicaz, Villegas Piñateli considera que la razón que explica ese sojuzgamiento tan extraño consiste en una casi supersticiosa creencia que ubica al Zar en la cúspide de una pirámide vasallática; en último término, la persona del Zar se inviste de una infalibilidad de naturaleza religiosa; y entonces ese extraño sometimiento encuentra otra explicación más plausible: la idiosincrasia religiosa del pueblo ruso. Y aquí sí, aquí Villegas Piñateli ha acertado, pues la peculiarísima religiosidad rusa es la clave de esa estrecha obediencia que, al ser de carácter religioso, facilita la resignación ante cualquier humillación: “fatalismo ruso” dijo Nietzsche. Para Villegas Piñateli es precisamente la creencia de los rusos el “principio elemental” de la política rusa y ese cristianismo ruso será el que hace de Rusia un país extraño, a la vez que bárbaro y ajeno a Europa.

¿Pero qué es Europa? Europa es el despliegue de una idea subversiva que aprovechó un momento de crisis para ir progresivamente conquistando las almas. La funesta idea consistía en desplazar a Dios de la centralidad que le estaba reservada en la Edad Media y poner al Hombre en el lugar de Dios. Sus gérmenes pueden detectarse en el otoño de la Edad Media, pero el proyecto va gestándose a lo largo de la revolución cultural del Renacimiento (con el progresivo descrédito de la escolástica medieval y el alborear de la “nueva ciencia”; ciencia que tantas veces se confundía con la magia); el avance tenebroso de esa idea subversiva eclosionará en el mismo seno de la Iglesia (cuando se produce la revolución religiosa que desencadenó Martín Lutero y otros sedicentes “reformadores”). La Cristiandad resiste, pero el golpe ha sido asestado y es así como va imponiéndose el concepto de Europa, desplazando el antiguo concepto de Cristiandad hasta eliminarlo por completo. La idea antropocéntrica es prometeica en su desafío a la divinidad, pero también tiene mucho de Proteo en cuanto a su capacidad mutante: el tímido antropocentrismo renacentista irá recrudeciéndose con virulencia hasta convertirse en ateísmo patente y explicito (es lo que se llamaría “humanismo ateo”). Así las cosas, las elites políticas, económicas y culturales que están de consuno implicadas en la tarea de unificar económica y políticamente Europa han rechazado (en coherencia con esa tradición antropocéntrica, tan divergente del cristianismo) el elemento cristiano que la constituyó otrora y se apresta a levantar su Torre de Babel de espaldas a Dios. ¿Podrá esto aceptarse por los cristícolas? El laicismo rampante se encarga de acomplejar a los cristianos y apartarlos de la escena pública, para que no sean un elemento perturbador para el ambicioso plan de edificar una Europa con vestigios museísticos del cristianismo, sí; pero sin participación del cristianismo en ella.

Culturalmente, lo que llamamos Europa ha prevalecido marcando su liderazgo político. En un momento era bajo la férula de una nación-estado, más tarde era bajo la égida de otra nación-estado distinta (así España, Francia, Inglaterra…). Algunos países europeos lo intentaron, pero por diversas razones no llegaron a culminar sus aspiraciones (le pasó a Alemania y a Italia, que llegaron a constituirse tardíamente como naciones en el siglo XIX). Otras naciones llegaron a su apogeo, lo perdieron y fueron capaces de recobrar el poderío internacional, aunque variando la duración de su hegemonía recuperada (así Francia en varios momentos espléndidos de su historia: la Francia del Rey Sol y más tarde la de Napoleón Bonaparte); otras construyeron con tenacidad su imperio, manteniéndolo e incrementándolo (como Inglaterra) y, por ende, otras (como Portugal y España) alcanzaron su pujanza y declinaron paulatinamente para no reconquistar nunca más el prestigio que tuvieron en sus siglos áureos. Las naciones-estado que componen Europa podían estar siempre a la gresca las unas contra las otras, pero compartían una cultura fundada sobre el común patrimonio de la Filosofía helénica, la Mitología grecorromana (perenne inspiración del arte), el Derecho Romano y el Cristianismo (aunque predominando la desviación protestante). Sin embargo, Rusia permanecía al margen de todo esto.

Se piensa que fue Alejandro Dumas quien sentenció aquello de que “África empieza en los Pirineos”; aunque esté por confirmar que fuese el escritor francés el autor de esa frase despectiva para España, otro escritor francés (Remy de Gourmont) pudo describir a España como un país “tibetanizado”. Bajo los clichés que hacían de España un país “extra-europeo” latía algo más profundo que una extrañeza del “europeo” frente a una España atrasada y africanizada (esto es: “bárbara”). Y es que no eran nuestras peculiaridades históricas (ocho siglos de Reconquista) o nuestra idiosincrasia nacional lo que nos hacía extraños a la moderna Europa que, no lo echemos al olvido, arranca del Renacimiento y la Revolución Religiosa de los protestantes: lo que nos hacía extraños y exóticos para Europa era nuestra inveterada y firme resolución de permanecer católicos y defender con las armas ese catolicismo (a veces incluso defenderlo contra la misma Roma: pues siempre fuimos los españoles, como decía D. Álvaro d’Ors, “más papistas que el Papa”). España se había preservado de la herejía protestante, pero no había logrado exterminar los diversos focos protestantes que se propagaron por toda Europa y, pese a denodados esfuerzos, tampoco pudo corregirse la desviación del cisma anglicano. Sin embargo, España, gracias a nuestros católicos monarcas y a nuestros reformadores católicos (desde Cisneros a San Juan de Ávila) y a la Santa Inquisición (mucho más popular entre los españoles de la época de lo que piensan los necios) podía blasonar de haberse mantenido incólume a los miasmas protestantes. Sin embargo, esa misma integridad católica era la que nos distanciaba de una Europa que, mientras tanto, se había secularizado al calor del ponzoñoso aliento de la herejía y que, hasta en países que aparecían oficialmente católicos (como Francia) había llegado a tolerar a los heréticos. Todo el celo puesto por la España de Carlos I y Felipe II en mantener unida la Cristiandad, a costa del oro y de la plata de América, a costa de torrentes de sangre española vertidos por doquier, no había servido para aniquilar los gérmenes de la descomposición protestante en el resto de Europa. Y es la permanencia del protestantismo la que explica la supuesta extravagancia de España: en un mundo todo disfrazado de payaso, suele pasar por payaso el que viste con más elegancia.

Hubo un tiempo en que el atraso se identificaba con el catolicismo: lo que no pudieron ganar las espadas y los arcabuces, lo ganaron las imprentas que, no por casualidad, estaban implantadas en los países protestantes (huelga decirlo: hostiles a la católica España). España siempre perdió la guerra de la propaganda y sus enemigos inundaron el mundo con la vomitona de sus panfletos, difundiendo la “Leyenda negra” antiespañola. Arrinconando a España a este lado de los Pirineos (y a sus territorios de ultramar), el protestantismo pudo marcar el guión de la “cultura europea” incluso hasta volver en contra de España a las naciones que España alumbró: las americanas. Fue así como el protestantismo diseñó un mundo con unas relaciones humanas muy distintas del estilo español: como elocuentemente mostraría el clásico estudio de Max Weber el protestantismo conformó el mundo moderno en lo económico, instaurando las bases éticas del capitalismo y el más papista que el Papa (o sea, el español) pasó a ser un extraño para el mundo moderno. A todo esto, Rusia seguía permaneciendo al margen.
Kant, el apologeta de la Ilustración, podía escribir sobre el carácter español: “el español no aprende de los extranjeros, ni viaja para conocer otros pueblos […] está en las ciencias retrasado de siglos […] difícil a toda reforma, está orgulloso de no tener que trabajar, […] es de un espíritu romántico, como lo demuestran las corridas de toros, y cruel, como demuestra el antiguo “auto de fe”, y revela en su gusto, en parte, un origen extra-europeo”. Vemos que Alejandro Dumas y Gourmont no estaban solos en esto de discriminarnos a los españoles, poniéndonos al margen de Europa. ¿Y qué era lo que pensaba Kant de los rusos? La sentencia del ilustrado alemán es todavía más severa para los rusos: “Como Rusia todavía no es lo que se requiere para forjarse un concepto determinado de las disposiciones naturales que ya se aperciben a desarrollarse […] puede omitirse aquí razonablemente su diseño”. Kant renuncia de antemano a caracterizar a los rusos: los rusos  “no son todavía” europeos, son extra-europeos, bárbaros para el espíritu ilustrado.

Hasta el final de la II Guerra Mundial podemos decir que esa “comunidad de naciones-estado” europeas dominaba el mundo, relevándose una a la otra; y cada una de ellas con la creencia (no la “idea”, sino la “creencia” en estricta terminología orteguiana), la creencia -digo- de ser la cumbre de la civilización. De tal manera que los americanos (septentrionales, centroamericanos o sudamericanos), al fin y a la postre descendientes de los países del Viejo Continente, eran considerados también como “semi-bárbaros” (los hispanoamericanos más todavía, por razón de su procedencia ibérica) y, por supuesto, todo pueblo ajeno a los parámetros europeos no era más que un salvaje por civilizar o un bárbaro a medias civilizado: el etnocentrismo europeo estuvo vigente mientras duró el liderazgo de Europa, pero, con la devastación material y espiritual de Europa a resultas de la II Guerra Mundial, Estados Unidos de Norteamérica adquiere el predominio internacional y, a partir de ese momento, podemos decir que Europa se eclipsa y se preferirá hablar de “Occidente”. Rusia (desde 1917: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) había luchado contra Hitler (al igual que en el siglo XIX lo había hecho contra Napoleón Bonaparte), pero los rusos, habiendo asumido a su manera el marxismo, no podían aceptar la primacía de los Estados Unidos de Norteamérica, nación emergente desde 1898 con la derrota infligida a España en Cuba y que en 1945 se había alzado indiscutiblemente con la hegemonía global, puesto que resultó menos afectada por los estragos de la II Guerra Mundial. Los Estados Unidos de Norteamérica se convertían así en el portaestandarte de esa Europa fundada sobre los cimientos de la filosofía, el derecho romano y el cristianismo (aunque prevaleciendo la versión adulterada de éste: la protestante).

Los rusos (ahora soviéticos) no iban a aceptar la hegemonía del capitalismo occidental, abanderado por los Estados Unidos de Norteamérica. La historia y la intrahistoria de Rusia (que, en definitiva, son las que configuran las creencias en que vive una nación, así como el genio de la misma) la ponían al margen del capitalismo, seguía siendo una nación bárbara, como esta otra nación del Finisterre europeo: España, el bastión de la reacción católica y monárquica contra la revolución protestante.

A semejanza de España, la historia de Rusia (centurias antes de irrumpir el marxismo soviético) había estado marcada por una tensión entre unas élites que episódicamente (al contacto con Europa) intentaban (frecuentemente sirviéndose de las más draconianas leyes impositoras) la modernización de Rusia frente a un pueblo refractario a las novedades. En España hubo ilustrados, tantas veces rendidos admiradores de Europa (que aquí siempre fueron Francia o Inglaterra) y denostadores de lo propio, hasta tal punto que la elite culta se dividió en dos bandos enfrentados: los “novadores” que apostaban por la importación de lo “ilustrado” (léase: “moderno”) y los castizos (“ranciosos” que diría Cervantes) que se resistían a las innovaciones. En Rusia había ocurrido algo similar, ya desde antiguo. Y esta oposición, a veces cruenta, otras veces pasiva, rebrotaría siempre que los innovadores hicieran acto de presencia. Tempranamente, en el siglo XVII se haría patente este enfrentamiento.

Reinando Alejo I de Rusia (1629-1676) el patriarca Nikon plantea el año 1654 una reforma litúrgica con la pretensión de aproximar la iglesia ortodoxa rusa a la iglesia ortodoxa griega. El amparo estatal a la reforma de Nikon impone ésta, pero no sin una resistencia que emerge de los fondos del pueblo ruso: el cisma de los “raskólniki” (los “cismáticos”, por otro nombre llamados “viejos creyentes”) que acaudilla Avvakum. Con anterioridad, en el año 1511 el monje ruso Filoteo había escrito al Zar Basilio III que, tras la caída de Bizancio (segunda Roma) y la anterior caída de la primera Roma (propiamente dicha), Rusia era la Tercera Roma. Esa creencia está profundamente arraigada en los ortodoxos rusos y se ha mostrado operante en muchas ocasiones cruciales de la historia de Rusia. Los “raskólniki” creían en la Tercera Roma y no querían trato con los ortodoxos griegos, por este motivo se mostraron insumisos a la reforma de Nikon y, por más que ésta viniera impuesta por la misma autoridad del monarca, se enfrentaron a la línea oficial por extranjerizante. El resultado fue el que era de esperar: persecución, masacres, destierros y marginación de los “raskólniki”. Como bien escribiera Nicolás Berdiaev, al hilo de este episodio histórico de Rusia: “A semejanza de la ciudad de Kitezh, el reino ortodoxo se vuelve invisible. Los disidentes huyen de las persecuciones y se esconden en la selva; los más fanáticos y exaltados se echan a las llamas”.
Comunidad de "Viejos Creyentes"
 

La evocación que hace Berdiaev de la “ciudad de Kitezh” merece una aclaración, puesto que se trata de una de las constantes más dignas de notar en el imaginario colectivo ruso. Según una antigua leyenda, la ciudad de Kitezh se sumergió bajo las aguas lacustres para no caer en las crueles manos de los invasores tártaros. Los “raskólniki” vieron en esta leyenda un símbolo del estado de latencia al que los condenaron las persecuciones del poder oficial. Evocar la “ciudad de Kitezh” era como decir que la Santa Rusia se ocultaba para no ser corrompida por el poder hostil que con sus reformas pretendía desfigurarla. El tema de la ciudad de Kitezh se convertiría en un perenne motivo para abrigar las esperanzas de una renacencia de Rusia incluso en las peores circunstancias. Siempre que Rusia se veía amenazada en su ser más profundo se ocultaba, como la ciudad de Kitezh, para preservarse de quienes pugnaban por corromperla: los eslavófilos (otra de las constantes rusas), los poetas simbolistas rusos, la resistencia silenciosa de millones de almas rusas oprimidas por el terrible marxismo… todos hallarían en la legendaria ciudad de Kitezh la imagen de su resistencia frente a las circunstancias más adversas y desfavorables. El gran compositor Nicolás Rimski-Korsakov inmortalizaría este mito ruso en su ópera “La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh y la doncella Fevróniya”, estrenada el año 1907.

Rusia se ha caracterizado siempre por conservar celosamente su carácter. Si en el siglo XVII los “raskólniki” se alzaron frente a una reforma litúrgica que entendieron como una intromisión griega, con el siglo XVIII y la entrada en escena de los ilustrados, la resistencia rusa a occidente volvería a reeditarse; en el siglo XIX serían los eslavófilos frente a los liberales de cuño occidental y europeísta. Pero, prescindiendo de las particulares circunstancias de cada episodio de esta larga y constante resistencia a ser occidentalizados, ¿qué es lo que opera para que Rusia se resista una y otra vez a “occidentalizarse”?

El occidental de hoy, remedando a Kant, atribuiría esta oposición a la modernidad al atraso de la mentalidad rusa, a la barbarie que se resiste a las novedades, a las décadas soviéticas si quiere. Pero, primero: ¿en qué consiste la civilización occidental actualmente? La civilización occidental (si “civilización” puede ser llamada) es el resultado de esa rebelión de la que más arriba tratábamos: el antropocentrismo cada vez más virulento que, habiendo emprendido su ruptura con Dios, ha venido a exaltar a la humanidad en Feuerbach, al “proletariado” en Marx, al “Único” de Max Stirner, al “superhombre” que columbraba frenéticamente Nietzsche, hasta devenir en el actualísimo (y no tan conocido como debiera) “transhumanismo” que en nuestros días viene a postular la supresión de la misma humanidad en lo que denomina “post-humanidad”: lógica tan inexorable como satánica cuando se rechaza a Dios.
 
Hay que tener en cuenta que el cristianismo ruso adquiere características muy particulares que, reelaboradas y refinadas por el pensamiento ruso-ortodoxo (que también es la gran novela rusa), ha estado marcado, en palabras de Michele Federico Sciacca, por: “un super-misticismo de tendencia profética, escatológica y apocalíptica, que lleva a la desvaloración de todo lo que es obra de la razón y, en general, humano y temporal”. El “antropocentrismo” occidental siempre fue percibido con hostilidad por la piadosa y mística alma rusa. Ni siquiera el marxismo pudo calar en Rusia y su triunfo revolucionario en 1917 no hubiera podido ser posible sin la impostura del bolchevismo que, traicionando la doctrina marxista, improvisó sobre la marcha, embaucando al pueblo con el señuelo de un falso mesianismo y vertebrando toda una teocracia a la inversa: “satanocracia” la llamaría el mismo Berdiaiev. Este autor ruso supo verlo mejor que nadie: “La antigua idea mesiánica sobrevive en lo más hondo del alma del pueblo ruso. Pero lo que se transforma es el fin supremo, el simbolismo de esta idea mesiánica. Nacida en el seno de la vida colectiva e inconsciente del pueblo, esta idea cambia de nombre. Tan pronto se denomina la Tercera Roma del monje Filoteo como la Tercera Internacional de Lenin; y esta Tercera Internacional revestida de la doctrina marxista, hereda los atributos del mesianismo, de la vocación del pueblo ruso”. Las razones del triunfo del comunismo en Rusia y su asombrosa duración no se deben al discurso marxista, sino a los resortes internos y espirituales del pueblo ruso.


Nuestro añorado Antonio Machado (arrinconado y marginado hoy por la elite cultural progresista indígena) también tuvo la perspicacia de notar que el comunismo marxista no arraigaría en Rusia, por entender que el auténtico espíritu marxista era antítesis del espíritu ruso: “El marxismo, señores, es una interpretación judaica de la Historia” –nos dice Juan de Mairena, el “alter ego” de Antonio Machado. Y remacha: “Con Marx, señores, la Europa, apenas cristianizada, retrocede al Viejo Testamento. Pero existe Rusia, la Santa Rusia, cuyas raíces espirituales son esencialmente evangélicas” (“Juan de Mairena”, Antonio Machado).
 
El occidental de hoy podría dividirse en dos categorías: los que somos occidentales, por mera razón de localización en el espacio; y los que son occidentales por haber asimilado ese “antropocentrismo” que, desde las postrimerías de la Edad Media, viene conformando la mentalidad del hombre europeo y americano. Para éste último occidental, moldeado en la idea subversiva antropocéntrica, Rusia es una incógnita y, como tal, una amenaza siempre en potencia. No se la comprende: no se comprende que Rusia se oponga con tanta firmeza a los supuestos “avances” de esta “civilización occidental” que ha llegado a legalizar el “matrimonio homosexual”, que está normalizando lo anormal, dándonos continuamente gato por liebre. Por el contrario, para el occidental que siente que esta “civilización occidental” se ha pervertido hasta extremos intolerables, Rusia es hoy la esperanza para una humanidad, la señal de que no está todo perdido.

El Nuevo Orden Mundial se empeña en implantar sus políticas delirantes contra la familia (que no es una institución tradicional, sino natural), contra los no-nacidos (imponiendo el aborto), contra el legítimo patriotismo, contra todo lo que ha sido hasta hoy “santo” y “venerable”. Pero en este mundo que parece estar consumando las más siniestras expectativas que George Orwell ofrecía en “1984” o Eugenio Zamiatin en “Nosotros”, una nación permanece al margen y cada vez se yergue con más pujanza, como si todo esto no fuese con ella, orgullosa de su cristianismo y convencida de ser la Tercera Roma y esta nación se ha convertido, para cuantos queremos librarnos de esta opresión cada vez más agobiante en occidente, en una nación preñada de esperanza para todo el mundo y que, si permanece fiel a su espíritu, muy posiblemente esté destinada a dar cumplimiento a ese destino mesiánico que ha sido su más entrañable creencia y querencia. La “ciudad de Kitezh” está emergiendo de los fondos del lago cuyas aguas la ocultaron: vedla cómo se yergue en el horizonte.

Heráclito de Éfeso escribió que: “El pueblo debe luchar por sus leyes como por sus murallas”. Así es, frente al Nuevo Orden Mundial el pueblo ruso defiende sus murallas (…de Moscovia las murallas) como defiende sus leyes interiores y espirituales, todavía más altas y robustas que el alzado de cualquier cinturón mural. Y esas leyes interiores y espirituales son de cuño cristiano: el cristianismo mesiánico y místico, refractario a todo antropocentrismo; el mismo cristianismo que la ha conservado a lo largo de su historia jalonada por miles de tragedias y millones de tribulaciones y que ahora la guía para cumplir su destino: Tercera Roma, Santa Rusia. 

En Tosiria, 3 de marzo de 2014.

 

2 comentarios:

  1. Asignar figurativamente el "corazón" de la valentía a los japoneses, por parte del jesuíta Gracián, me parece un desenfoque. Quizá basado en sensaciones positivas jesuítas por las conversiones allí hasta que llegaron los edictos de expulsión, martirio y cierre del país, o por falta de referencias. A la valentía pueden llegar por una obligación sin ápice de luz o de entrega, corazón como lo vemos nosotros.
    Sobre Rusia se constata su desconocimiento también.
    ¡Encomiable labor de la página!

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