RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

domingo, 14 de junio de 2015

RELEER A KIERKEGAARD


 
 
FILOSOFÍA Y TEOLOGÍA PARA UN TIEMPO DE APOSTASÍA
 
Manuel Fernández Espinosa
 
 
La "cultura de masas" (¿hubo alguna vez "cultura" donde hubo "masa"?: oxímoron flagrante) elimina a los grandes filósofos. La censura no tiene menester de proscribir ni quemar sus libros en autos de fe públicos: el mecanismo es más simple. Se extrae de su obra dos, tres lo más, frases y con ellas se les caracteriza sin mayores traumatismos. De esta forma el público queda persuadido de que es una pérdida de tiempo leerlos: de Nietzsche hay que saber que "Dios ha muerto" y de Ortega y Gasset que "Yo soy yo y mi circunstancia". Así es como se les evita y así se impide que sean pensados; pues, si fuesen leídos y pensados, podrían acarrear problemas desagradables a quienes nos quieren acomodados al "pensamiento único" que es el no-pensamiento.  
 
Esa ha sido la "suerte" de Søren Kierkegaard (1813-1855) que, durante un tiempo, gozó de gran fama en los ambientes cultos y hasta en las universidades de todo el mundo. Se cristalizó su pensamiento en el concepto de "angustia" (que malamente traduce el "temor y temblor" de San Pablo), se le etiquetó como "antihegeliano" y quedó despachado con la vitola de "proto-existencialista" (con lo que de efímero tiene todo lo que ostentó el marchamo de "existencialista"). Pasado el fervorín que se sintió por el personaje (con sus conflictos biográficos) y su obra, su estrella se apagó. En España (que, en esto de la filosofía, siempre ha sido tan de modas) el nombre de Kierkegaard no se oyó más veces que cuando el dúo humorístico "Faemino y Cansado" soltaba aquella coletilla, difícilmente comprensible para el común de los auditorios: "Yo leo a Kierkegaard".
 
Sin embargo, un acercamiento a Kierkegaard nos permite constatar que estamos ante un filósofo difícil para perezosos, peculiar para todos y enterizo. Los que lo han leído a fondo han encontrado entre Kierkegaard y Nietzsche asombrosas coincidencias, no obstante ser ateo el alemán Nietzsche y creyente el danés Kierkegaard. Así Georges Brandes, con su "Søren Kierkegaard. En kritiske Fremstilling i Grundrids" (1877) y Harald Høffding, con su "Søren Kierkegaard som Filosof" (1892) enfatizaron las concomitancias entre el alemán y el danés. Ambos, ciertamente, parecían encaminados en su juventud a su formación teológica con miras a ser pastores protestantes y ambos, por razones distintas, rehusaron recorrer ese camino.
 
Sin embargo, lo que les une es una posición irreconciliable con el mundo que les rodea, conformadizo y acomodaticio, mientras cada uno de ellos, cual profeta que predica en el desierto, reclaman auto-exigencia moral. Leamos este pasaje de Kierkegaard:
 
"Que otros se lamenten de que los tiempos son malos; yo me quejo de su mediocridad, puesto que ya no se tienen pasiones. Las ideas de los hombres son sutiles y frágiles como encajes, y ellos mismos son tan dignos de lástima como las muchachas que manejan el bolillo. Los pensamientos de su corazón son demasiado mezquinos para que se les dé la categoría de pecaminosos. Quizá tales pensamientos en un gusano constituyeran un pecado, pero no en un hombre hecho a imagen y semejanza de Dios. Sus placeres son circunspectos e indolentes; sus pasiones, adormiladas. Estos mercedarios cumplen sus obligaciones, pero se permiten, como los judíos, achicar un poquito la moneda. Y hasta piensan que aunque Dios lleva una contabilidad muy ordenada, no tendrá mayores consecuencias el haberse burlado un poco de Él. ¡Que la vergüenza caiga sobre ellos! Por eso mi alma se vuelve siempre al Viejo Testamento y a Shakespeare. Aquí se siente en todo caso la impresión de que son hombres los que hablan; aquí se odia y se ama de veras, se mata al enemigo y se maldice la descendencia por todas las generaciones; aquí se peca" (S. Kierkegaard, "Diapsalmata ad se ipsum").
 
Quien esté lo suficientemente familiarizado con Nietzsche podrá ver la similitud que guardan estas palabras con las que lanza Zaratustra cuando fustiga al "último hombre". Si Kierkegaard escribe: "Sus placeres son circunspectos e indolentes; sus pasiones adormiladas", Zaratustra sentencia: "La gente tiene su pequeño placer para el día y su pequeño placer para la noche: pero honra la salud".
 
El mensaje de ambos está vigente hoy en día. Pues, según entiende Kierkegaard: "...muy a menudo se ha olvidado que lo contrario del pecado de ningún modo es la virtud. Esto resulta más bien un criterio pagano, que se conforma con una medida puramente humana, ignorando lo que es el pecado y que siempre se encuentra ante Dios. No, lo contrario del pecado es la fe" (S. Kierkegaard, "Tratado de la desesperación"). No podía ser de otro modo para un luterano cuyas fuentes de inspiración son San Agustín y Pascal, sin renunciar a Sócrates.
 
Como Nietzsche, Kierkegaard barruntó el nihilismo que se gestaba en su época, aunque no empleara el término "nihilismo". En su teoría de los "estadios", Kierkegaard nos ofrece el análisis de tres formas de vivir y entenderse en el mundo: el "estadio estético", el "estadio ético" y el "estadio religioso". El "hombre estético" es el hombre del momento efímero y su paradigma es el "seductor" (magníficas son las páginas que Kierkegaard dedicó al "Don Giovanni" de Mozart en "Los estadios eróticos inmediatos ó el erotismo musical"). El segundo estadio es el "ético" que se instala en el deber y cuyo paradigma es el "marido". Y el tercero es el "religioso" que es el hombre de la fe y, en ese sentido, corresponde a la figura veterotestamentaria de Abraham. Los estadios no se recorren gradualmente, sino que para abandonar uno y adoptar otro hay que "saltar". El filósofo español Carlos Díaz nos dice que "A los pueblos determinados a retrogradar de lo religioso a lo ético y de lo ético a lo estético decidió Kierkegaard darles la espalda en señal de repudio" ("Nihilismo y estética: filosofía de fin de milenio"). Y, en efecto, puede entenderse así leyendo al danés: si Nietzsche condenaba al cristianismo por creerlo causa del mundo que despreciaba, Kierkegaard condena el fariseísmo de la mediocre burguesía que se llama todavía "cristiana" de palabra, pero que se contiene en el estadio ético; y Kierkegaard tampoco da muchas expectativas al desgraciado esteta que salta de flor en flor, labrando su desesperación e instatisfacción terrenal y su ulterior desventura de ultratumba. Y es que, tal y como apunta el coruñés Manuel Maceiras Fafián, con lapidaria exactitud: "Toda la obra de Kierkegaard tiene como objetivo, precisamente, enseñar al hombre a convertirse en cristiano" (Schopenhauer y Kierkegaard: sentimiento y pasión").
 
Kierkegaard percibió las señales de la apostasía en el seno de los pueblos cristianos europeos. Y esa apostasía empezó en las naciones protestantes, como su misma Dinamarca. Por eso es certero en diagnosticarlo y denunciarlo, cuando revisa en el "Tratado de la desesperación" los tipos de escándalo.
 
"Trata al cristianismo como fábula y mentira, niega al Cristo (su existencia, que sea quien dice ser) a la manera de los docetas o de los racionalistas: entonces o el Cristo ya no es un individuo, sino que sólo tiene la apariencia humana, o no es más que un hombre, más que un individuo: de este modo, con los docetas se esfuma en poesía o mito sin pretender realidad, o bien con los racionalistas se hunde en una realidad que no puede pretender la naturaleza divina. Esta negación de Cristo, de la paradoja, implica a su vez la del resto del cristianismo: del pecado, de la remisión de los pecados, etcétera." (S. Kierkegaard, "Sygdommen til Døden").
 
Kierkegaard veía con claridad meridiana que este escándalo constituía el "pecado contra el Espíritu Santo" que no tiene perdón: "Esta forma del escándalo es el pecado contra el Espíritu Santo. Como los judíos decían que el Cristo expulsaba a los demonios mediante el Demonio, de igual modo este escándalo hace del Cristo una invención del Demonio".
 
Y, en efecto, hoy éste es el pecado que subyace a la apostasía generalizada en el mundo. Ya no afecta solo a países protestantes, también ha afectado a países tradicionalmente católicos como España, Italia, Portugal, Irlanda... Y ello no sin un más o menos inconsciente (siempre frívolo) "aggiornamento" que está suponiendo la autodemolición del catolicismo en las naciones que fueron sus más firmes bastiones. Por encima de ecumenismos oficialistas, sí que es de esperar que la fecunda relación cordial entre católicos, ortodoxos y protestantes, como veía otro grande del siglo XIX, el ruso Vladimir Soloviev, pueda algún día alumbrar una nueva Cristiandad en que la división entre confesiones haya sido superada sin ceder. Pero eso no será nunca factible desde planteamientos progresistas, pues como bien precisó Augusto del Noce:
 
"...no existen varios progresismos: laico, protestante, católico, sino uno solo que se caracteriza por un ateísmo de forma arreligiosa, que se diversifica del marxismo que es ateísmo como religión secular, y que, aunque presume de superar el marxismo, en realidad expresa su descomposición" (Augusto del Noce, "Agonía de la sociedad opulenta").
 
Es por eso que autores cristianos, aunque no católicos, como Kierkegaard, siempre podrán sernos de ayuda para comprender la situación presente en que nos hallamos. Y, muchas veces, hasta mejor que otros que, llamándose católicos, o nos proponen su corruptor progresismo o, por una nula competencia en cuanto a lo que es tradición, confuden tradición con "fosilización". 

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