RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

martes, 26 de noviembre de 2013

RAMIRO LEDESMA RAMOS Y EL DISCURSO A LAS JUVENTUDES DE ESPAÑA (y IV)

 
 
Concluimos, con esta última parte, la exposición de la principal obra política del filósofo sayagués. En ella Ledesma no es ajeno a los hechos internacionales y la influencia que estos pueden tener en nuestra nación. A través de sus dos digresiones explicará de forma brillante lo que considera más importante de ambas: el papel de la juventud mundial y la turbulenta Europa de la etapa de entreguerras con los modernos movimientos triunfantes.
RAMIRO LEDESMA RAMOS Y
EL DISCURSO A LAS JUVENTUDES
DE ESPAÑA (y IV)
Por Luis Castillo 
 
La última parte de Discurso está formada por dos digresiones  donde analiza los aspectos clave del momento internacional.  La primera de ellas versa sobre la actitud de la juventud europea mundial ante los difíciles años treinta.
Ledesma cree que la juventud es la fuerza motriz de su tiempo y que Europa es la demostración palpable de ello. Distingue bien el papel de las mismas en épocas conservadoras y revolucionarias. La juventud es fácilmente reabsorbida en las primeras hasta que llegan las etapas de decadencia, donde empieza a asomar su carácter subversivo y a despuntar los hechos revolucionarios de cada tiempo.
Es en la etapa de entreguerras donde Ledesma cree que ha aparecido una juventud rebelde con fuerza y que su conciencia mesiánica es a todas luces evidente. De hecho el propio Ledesma no esconde que se encuentra en esa brecha: “yo mismo me encuentro en la riada, y es así, dentro de ella (…)”.
Este “mesianismo juvenil”, si se permite la expresión, hace que la juventud tenga un carácter revolucionario. Así es, en su opinión, como se gestaron los grandes cambios de nuestro mundo señalando como grandes ejemplos a las falanges de Julio César, los conquistadores españoles y los tercios de Carlos V, las tropas de Napoleón o los sistemas totalitarios que se imponen en la Europa de su tiempo.
Esta subversión mundial viene fraguándose desde el final de la Primera Guerra Mundial. Las juventudes se han ido polarizando. Si hacemos una revista a todos los acontecimientos subversivos, con el protagonismo de la juventud como eje, dejan a las claras dichas impresiones. Piensa que las juventudes de su época son insolidarias porque creen que son las únicas legitimadas para los cambios y han enarbolado una bandera revolucionaria, del signo que sea, de la que no están dispuestos a desprenderse. No interpreta dicha insolidaridad de forma peyorativa ni mucho menos. Es el hastío hacia las formas políticas inoperantes de los sistemas demoliberales las que les han hecho abrirse paso.
Ledesma cree que existe una idea de ruptura en ellas. Señala que las épocas revolucionarias no son en rigor progresistas, ya que “No hay ni puede haber mito ni ilusión de progreso donde no hay afán alguno continuador, donde no hay servicio a valores preexistentes”. La juventud europea encarna al futuro, creen en su misión y son temibles. En ellas no cabe “ni crisis moral, ni corrupción ni aventurerismo”. La juventud es la vanguardia de la nueva Europa que se vislumbra ya que, como el propio Ledesma señala, su “carácter mesiánico, salvador, y el sentimiento de que su presencia en la historia acontece en la hora precisa para que no llegue a consumarse de modo irreparable la catástrofe, constituyen el basamento emocional de las juventudes”.
Sitúa la etapa de entreguerras en una atmósfera bien distinta a la pudo tener el mundo antes del conflicto de 1914. Ante este poder salvador que la propia juventud ha adquirido, Ledesma va a desarrollar con detalle su segunda digresión. Como los jóvenes europeos han implementado su actitud mesiánica a los distintos acontecimientos triunfantes. Fija esa subversión victoriosa en los que serán los tres grandes Estados totalitarios del siglo XX que reflejan la transformación mundial: la Rusia bolchevique, la Italia fascista y la Alemania nazi.
Que Ledesma es anticomunista no hace falta demostrarlo. Es un hecho. Pero es a su vez  revolucionario y no tiene reparo alguno en reconocer que el movimiento bolchevique ruso es la primera erupción del cambio en el escenario internacional, pese a que parcialmente le disguste. Para él el triunfo de los bolcheviques tiene, en comparación al resto de movimientos marxistas europeos o mundiales, un sentido “nacional”. Aunque pueda sorprendernos le da la categoría de “revolución nacional rusa” que ha renunciado –o pospuesto- a la revolución mundial proletaria. No se debe el triunfo del bolchevismo a su carácter marxista sino por alguna explicación nada fácil de entender a su impronta “nacional” que ha encontrado de manera casual. Esta interpretación, si se quiere discutible, la sostendrá de igual forma Pedro Laín Entralgo en “Los valores morales del Nacionalsindicalismo” basándose precisamente en las interpretación del sayagués sobre el bolchevismo.
Y es que Ledesma tiene poco que admirar del zarismo. Este cree que entró en una senda en la cual desconocía la realidad nacional de su país: el hambre, la miseria y la extrema pobreza del pueblo ruso. Su conclusión es que, pese al internacionalismo marxista, paradójicamente el bolchevismo ha sabido interpretar la revolución en Rusia de forma “patriótica”, pues cree que incorporaron “un nuevo sentido social, una nueva manera de entender la ordenación económica y una concepción, asimismo nueva, del mundo y de la vida (…) esa victoria no es otra que la de haber edificado de veras una Patria. Es una victoria nacional.”
El llamado “socialismo en un solo país” y su victoria “nacional” le lleva a pensar que la URSS no daría ni un solo paso en falso ni arriesgaría por ayudar a que una revolución marxista fuera de sus fronteras triunfara, lo cual –sin negar las deficiencias intrínsecas y la brutalidad del régimen estalinista- hace que sea en parte un interesante experimento al igual que parcialmente monstruoso. No deja de ser curiosa esta reflexión, pero razones no faltan para ello. Ledesma fue ejecutado en octubre de 1936 y no pudo contemplar la dinámica de la contienda española. Quizás algunos crean que la ayuda que presta el estalinismo al Frente Popular durante la guerra civil española sea un apoyo a una revolución en otro país. Se equivocan quienes lo afirmen. Una hipotética victoria del Frente Popular hubiera significado el triunfo del imperialismo soviético que dominaba Stalin a través de la Komintern. La España republicana desde 1937 se convirtió un títere del Kremlin y estuvo a merced de su política exterior. Es decir, una revolución dirigida desde Moscú y para los intereses del dictador georgiano.
Y es que, como apunta Ledesma, “Stalin es el hombre que soñará quizá con la revolución universal roja, pero que por lo pronto se zambulle en la realidad rusa, y cree sin duda que la consigna más interesante es hoy hacer y construir en Rusia una gran Nación”. Efectivamente. La “reanudación” de  la revolución universal roja llegará tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando precisamente el terreno parece allanado para devorar toda Europa con la derrota militar de los fascismos.
Toda esta interpretación de Ledesma sobre el bolchevismo como fenómeno “nacional” no se produce igual hacia los movimientos comunistas de otras naciones. De hecho destroza al marxismo no ruso sin contemplaciones. Cree que estos han rehuido de todos los ingredientes fecundos que, de forma oportunista o por casualidad, sirvieron a Lenin para plasmar en realidad la revolución rusa y que llevaron a continuarla a Stalin. Su incapacidad revolucionaria es abrumadora y de ahí derivan todas las derrotas del marxismo mundial tras la conquista del poder en Rusia. Los aplastamientos de las revoluciones en Hamburgo, Estonia, China, Austria y España lo corroboran. El factor decisivo de su derrota es el desconocimiento de la idea nacional precisamente, de no haber sabido interpretar el momento histórico. “Después de la Guerra, después de diez millones de hombres muertos por la defensa de sus Patrias, la idea nacional se reveló como una de las dimensiones más profundas que informan la vida social del hombre. El internacionalismo marxista declaró a «lo nacional» fuera de toda emoción revolucionaria, quedando así privado de una de las grandes palancas subversivas (…)”.
Esto sí lo entendió un antiguo marxista italiano, perteneciente otrora al ala radical del socialismo, llamado Benito Mussolini. El fundador del fascismo comprendió con exactitud esa palanca nacional. Son, en opinión de Ledesma, el primer hombre y el primer movimiento, respectivamente, que se oponen a la revolución mundial marxista.
El fascismo se enfrentó al marxismo en una guerra sin cuartel con la máxima de las violencias. Mussolini había incorporado algo propio de su tiempo,  la mística revolucionaria, pero añadiéndole un profundo espíritu y sentido nacional. Su marcha triunfal en 1922 sobre Roma y la victoria definitiva de 1925 marcan el inicio de una nueva era para el país. Mussolini ha logrado éxitos formidables desde entonces y hasta lo más variopinto de la intelectualidad y la política mundial lo reconocen: Edison, Freud, Gandhi, Roosevelt, Churchill… 
Ledesma sabe que el fascismo no es simple antimarxismo. No es una mera reacción contra el movimiento rojo, pues lo ha vencido en el terreno de la rivalidad revolucionaria, que es donde se le puede combatir de forma eficaz. Los camisas negras han sabido interpretar que el parlamentarismo debe ser enterrado, ha incorporado a los trabajadores en la tarea creadora de un Estado Nacional desplazando a la burguesía, ha impuesto el interés general de la nación y a su vez  un orden coactivo como garantía de la revolución fascista.
No es pese a esto Ledesma, por mucho que loe el hecho italiano, un apologista ciego. Cree que Mussolini se ha estancado en su misión, que no debe ser otra que la de desmantelar el capitalismo definitivamente. No obstante es algo subsanable y que la justificación del fascismo italiano vendrá cuando acometa este último golpe que le queda para ser una revolución completa. Si no, como apunta,  “su marcha sobre Roma recordaría entonces más a la marcha sobre Roma de Sila que a la de Julio César”.
A Mussolini, pues, le faltaría apuntalar solo su obra con el aniquilamiento de los últimos reductos de la burguesía, pues Ledesma sabe que el burgués desprecia en el fondo el fascismo ya que el espíritu de este “no respira a sus anchas en la atmósfera del fascismo, no está en él ni se mueve en su seno como el pez en el agua o el león en la selva. No está en su elemento. Esto nos conduce a extraer una consecuencia: el fascismo no es una creación de la burguesía, no es un producto de su mentalidad, ni de su cultura, ni menos de sus formas de vida.” Pero pese a su “revolución gradual” Mussolini no emprenderá esa labor definitiva hasta los días de Saló cuando todo está perdido casi. Demasiado tarde.
Donde Ledesma sí muestra mucho más optimismo es en el nacionalsocialismo alemán o, como lo califica él, “racismo socialista”.
Nuestro personaje diferencia el movimiento liderado por Adolf Hitler  claramente del modelo italiano y del ruso por algo insólito hasta ese momento en política: hacer de la raza una idea de Estado. El fascismo considera la idea nacional como “turbina generadora de entusiasmo” y el bolchevismo ruso como “hallazgo inesperado”. El caso alemán es diametralmente diferente al encontrar en lo nacional “una angustia metafísica, operando en él un resorte biológico y profundo: la sangre.”
Esta nueva idea, como decimos insólita hasta ese momento llegado al poder, hace que el sentido social y nacional del nazismo tenga su mira puesta en un doble enemigo:De una parte, el judío y su capital financiero; de otra, el enemigo exterior de Alemania, Versalles, y sus negociadores, firmantes y mantenedores, es decir, los marxistas y la burguesía republicana de Weimar”.
Hitler ha declarado a todos ellos los grandes culpables de la hecatombe germana. Ledesma aclara por qué el mensaje de Hitler ha entrado en las conciencias del pueblo alemán: “el obrero parado, el industrial arruinado, el soldado sin bandera, el estudiante sin calor,  el antiguo propietario sin fortuna (…) eran producto de un gran crimen cometido contra Alemania, crimen ocultado al pueblo por la cobardía y la traición de «los criminales de noviembre», edificadores del régimen de Weimar y verdaderos cómplices de todos los actos realizados contra Alemania”. Los nazis han señalado a los enemigos y el pueblo alemán ha comprendido que no es en una guerra de clases donde los alemanes deben dirimir sus diferencias sino contra los enemigos reales de la nación. Son los propios alemanes, independientemente de su condición social, los grandes damnificados por la humillación de Versalles.
Ledesma interpreta que Hitler no pretende un socialismo para todos los hombres. Su objeto es crear un socialismo solo y únicamente para el alemán. Nadie más. El anticapitalismo nazi incorpora unas características propias: el enemigo judío. Ve el nacionalsocialismo “en el régimen capitalista no sólo un sistema determinado de relaciones económicas, sino que ve también al judío, añade al concepto económico estricto un concepto racista. La idea antijudía y la idea anticapitalista son casi una misma cosa para el nacional-socialismo. Y es que, como hemos dicho, el alemán objetiva su problema particular en Alemania, y su inquietud socialista persigue en todo momento una ordenación en beneficio de la raza entera.”
Ledesma sabe que la victoria de Hitler sobre el marxismo ha dejado atónitos a los revolucionarios rojos. Ha contemplado el poderoso comunismo alemán como un movimiento nacido de la nada y que a punto estuvo de fenecer con el fracasado golpe de 1923 se ha encaramado en el poder. Sencillamente por imprimir a su socialismo revolucionario un fanatismo racial y nacionalista. Y es que el nacionalsocialismo, a partir de aquel año, tuvo una estrategia real para llegar al poder. Tanto que la conquista del mismo en 1933 es propio de una obra maestra.
A Hitler no solo le acechó el peligro rojo sino dos incluso más duros por tener conquistadas ciertas áreas clave del Estado. Ledesma considera que son la oligarquía militar y los junkers. La dificultad para Hitler de ostentar la cancillería electoralmente casi le cuesta al nacionalsocialismo su progresión espectacular. La oligarquía militar, con el general Schleicher a la cabeza,  intenta dinamitar la subida de Hitler conspirando al alimón con los socialdemócratas sin éxito. Hitler se sirve de los junkers, hombres reaccionarios, para auparse al mando del Estado cuando a Hindenburg no le queda más remedio que invitarle a la jefatura de gobierno tras su victoria en las urnas. Ledesma considera que la maestría de Hitler reside en hacer creer a la derecha, que forma gobierno con él en los primeros meses, que dicha colaboración es el fin de la revolución nacionalsocialista y pasar a ser órbita de los Hugenberg y de los Von Papen.
Esta colaboración interesada para llegar al poder de Hitler –que se desprenderá de estos elementos pronto- crea malestar en los más intransigentes de los camisas pardas. Los mismos piden la máxima radicalización del partido. Además Röhm y sus SA pretenden nada menos que sustituir a la Wehrmatch. Hitler no puede permitir estas deslealtades. Por ello Ledesma considera que la “Noche de los cuchillos largos”, aunque creó desilusión en la juventud y en las masas populares –especialmente con la eliminación de Gregor Strasser-, es un mal necesario por muy doloroso que sea. Una revolución triunfante no puede tener escollos en su mismo seno. Hitler es quien tiene el mando absoluto y es el líder supremo, ya que  al frente de los destinos de Alemania, al frente de setenta millones de alemanes, escoltado por los dos mitos de la raza y de la sangre, es y constituye, sea cual fuere su ulterior futuro, uno de los fenómenos más patéticos, extraordinarios y sorprendentes de la historia universal.” Ese posterior futuro será una nueva guerra mundial con una batalla final encarnizada en Berlín que tendrá como resultado la muerte por suicidio del que fuera “führer” de Alemania durante más de una década.
Ante el panorama internacional, ¿qué papel le corresponderá a España? Ledesma confía en que tengamos algo que decir en esa pugna. Él no delimita la lucha entre nazismo, fascismo y bolchevismo exclusivamente. Todos ellos son aún cosas inconclusas y hasta contradictorias en ciertos aspectos. Su patriotismo, su profunda españolidad, no le permite otra cosa cuando afirma, al final de su Discurso, que “Quizá la voz de España, la presencia de España, cuando se efectúe y logre de un modo pleno, dé a la realidad trasmutadora su sentido más perfecto y fértil, las formas que la claven genialmente en las páginas de la Historia universal”.
Por diversos motivos no pudo ser y no entraremos en ello pues sería largo y tendido y no pretendemos aquí explicar esas causas. No sabemos qué postura habría tomado en esos difíciles años Ledesma Ramos al ver que “ni la voz ni la presencia de España”, tras la guerra civil, pudo efectuarse en aquel gigantesco conflicto mundial que duró seis larguísimos años, salvo en esos miles de valientes jóvenes enrolados en la División Azul que ofrendaron su sangre en las estepas rusas y años antes en los campos de España.
Lo que Ramiro Ledesma propuso en su día no puede plasmarse hoy. El mundo ha cambiado demasiado. Pero su esencia, en cuanto al profundo patriotismo social del que hizo gala, es inmortal e intemporal. Quede como legado lo que uno de los mejores cerebros españoles que murieron en nuestra trágica guerra española, equivocado o no, quiso explicarnos en su Discurso. Y también como justicia al que fuera precursor y teórico del nacionalsindicalismo.
No haremos frases rimbombantes. El mejor epitafio a nuestro personaje lo expuso, sin duda, el que fuera su maestro, don José Ortega y Gasset, cuando al conocer su ejecución expresó desde su exilio francés con sumo dolor: “No han matado a un hombre, han matado a un entendimiento”.
 

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