RAIGAMBRE

Revista Cultural Hispánica

lunes, 10 de junio de 2013

FIGURA DE LA UNIVERSIDAD HISPÁNICA DE LOS SIGLOS DE ORO ( II )




FIGURA DE LA UNIVERSIDAD HISPÁNICA DE LOS SIGLOS DE ORO (II)

Por el Profesor Manuel Fernández Espinosa,
Profesor de Historia de la Filosofía y especialista en Ciencia de la Cultura.

LA UNIVERSIDAD, TRANSMISORA DEL HUMANISMO MEDIEVAL


Carlomagno potenció el florecer del llamado Renacimiento Carolingio



Queremos adquirir una Idea o Figura de lo que fue la Universidad española de aquellos siglos en que España alcanzó su máximo esplendor, asombrando a todas las naciones por su poderío militar y su pujanza cultural. A partir de esa Figura de la Universidad que alcancemos a recomponer podremos establecer si la Universidad española se mostró apta o no para los destinos que hubiera tenido que desempeñar en la  conservación del Imperio. Para ello, hemos de tener en cuenta que ese modelo universitario se descompuso con el tiempo y que lo que hoy en día puede conservarse de aquello no deja de ser nada más que el nombre –Salamanca, por ejemplo- y, en el mejor de los casos, los edificios y los enseres que podrían ser considerados como material arqueológico. 


            Es obligado, pues, recomponer esa Figura que se configuró en su día y que con el tiempo, con el devenir de los siglos, se transfiguró hasta adoptar la Figura actual.



            Lo primero de todo será dilucidar, por lo pronto, la actividad a la que se aplicaban los universitarios (docentes y estudiantes) de aquella Universidad. Para ello bastará recordar las palabras del eminente historiador español D. Luis Suárez cuando nos pinta lo que se hacía en los Estudios Generales:



            Un Estudio General no era una Escuela que preparase profesionalmente a sus alumnos: simplemente comunicaba en sus aulas el saber universal. Por eso conservó en principio las viejas estructuras de Cassiodoro y san Isidoro, con las Artes Liberales. Todos los alumnos estaban obligados a seguir el “Trivium” y el “quadrivium”, propedéutica indispensable. La mayor parte de los alumnos, jóvenes solteros, beneficiarios de ayuda o lo que es lo mismo, “baccalarios” (de donde sacamos bachiller)  se conformaban con esto. Pero se estaban introduciendo enseñanzas más elevadas en los dos Derechos, civil y canónico, en la Filosofía y en la Teología, así como en el campo de la Física que abarcaba de un modo especial la Medicina [3].



            Aunque, como bien nos recuerda Luis Suárez, el Estudio General, embrión de las Universidades, “no era una Escuela que preparase profesionalmente a sus alumnos”, la Universidad era no obstante un pasaje obligatorio para recibir el acervo humanístico medieval.

           

            Con harta frecuencia se considera que no existe nada más que un “humanismo” (el renacentista), pero los estudios historiográficos nos reafirman en la idea de que el humanismo, antes de ser renacentista, fue medieval, habiéndose gestado en esa cultura sincrética que fue la inmortal Roma. No son pocos los que sostienen la errónea opinión de que el humanismo no encuentra acomodo en una época, como es la Edad Media cristiana, dado que en dicha edad es sabido que prevaleció el teocentrismo. Sin necesidad de impugnar que existió algo parecido al teocentrismo en la Edad Media, sea dicho también que el cristianismo no se opone al hombre, por colocar en el centro a Dios, puesto que lo sobrenatural nunca anula a la naturaleza, sino que la eleva.


            El “humanismo”, como ideal cultural humano, se configuró partiendo de la “humanitas” ciceroniana que, en buena medida, vertía en ese término -“humanitas”- lo que para los griegos era la “paideia” (formación cultural del hombre en grado excelente) [4]. Los hombres reducidos a las “artes mecánicas” vendrían a ser como  hombres disminuidos, según había sentenciado Cicerón en su “República”: “si muchos otros llevan el nombre de hombres, solamente lo son los que por medio de las disciplinas liberales han adquirido una cultura conveniente”. Los estudios universitarios se encargaban, pues, de hacer “hombres” en plenitud; “hombres liberales”, aptos para desempeñar tareas eclesiásticas, así como funciones administrativas subalternas.

                       

LA SOSPECHOSA CULTURA DEL GOBERNANTE


 
Alfonso X el Sabio


            Pero la Universidad, aunque se había consolidado como magnífico instrumento pedagógico desde la Edad Media, todavía no era contemplada como centro formador de elites dirigentes seculares; su primitivo vínculo con la Iglesia hacía de la Universidad un centro formador de elites eclesiásticas, si bien es cierto que no pocas veces Iglesia y Estado confundieran sus límites. Para que la Universidad –y, por extensión, el humanismo- se convirtiera en troquel de dirigentes laicos habría que aguardar al humanismo renacentista y éste, a su vez, había encontrado sus modelos clásicos a imitar –y recrear- en la antigüedad grecolatina.



            Durante el otoño de la Edad Media, todavía pesaba una prejuiciosa hostilidad contra los laicos que se aplicaban a cultivar las ciencias y, más todavía, era peor visto todavía si estos laicos eran reyes o poderosos señores. En España, el ejemplo de Alfonso X el Sabio, era proverbial.



            A este monarca se le reprochó durante mucho tiempo que el descuido de los negocios políticos, por dedicarse en extremo a los quehaceres científicos, había sido el mayor de sus errores. Por eso sobre Alfonso X el Sabio pesó la mala fama de haberse dedicado a lo que un rey no tenía que dedicarse. Sus contemporáneos y las generaciones posteriores encontraron que aquella afición desmedida por las ciencias que mostró el Rey Sabio fue más que un error, una transgresión. Una transgresión que le costaría muy cara al rey que, puesto en cuestión por una nobleza levantisca, se vio despojado de su poderío. La ciencia por la que se le apodó “el Sabio” fue la razón de las calamidades políticas de su reinado. Hoy nos podría parecer exagerado, un dislate: ¿cómo es posible considerar que la inocente afición por los estudios en un rey sea vista como su mayor pecado? Pero, pese a lo que nos pueda extrañar, así confirmamos esta impresión atendiendo a los testimonios que sobre el particular nos legaron sus contemporáneos y que repite la tradición prácticamente hasta el siglo XVII. Así se expresa Saavedra Fajardo (escribe en el siglo XVII) sobre este particular:



            Ajustó el rey don Alonso el Sabio el movimiento de trepidación, y no pudo el gobierno de sus reinos. Penetró con su ingenio los orbes, y ni supo conservar el imperio ofrecido ni la corona heredada. Los reyes muy scientíficos ganan reputación con los extraños y la pierden con sus vasallos.”[5]

Saavedra Fajardo


             Empero si estaba mal mirado un rey que se interesara por las ciencias, despreocupándose de los negocios políticos, tampoco estaba mejor visto que lo hiciera un noble. Es paradigmático el caso de Enrique de Villena (1384-1434).

            Enrique de Villena nació en una de las familias más linajudas de Castilla y por razón de su alcurnia podía pronosticarse que sería llamado a los puestos de mando más altos que un aristócrata pudiera ocupar en el Estado de su época. Y así fue, pero con un resultado poco lucido para el aristócrata en cuestión.

            Enrique de Villena, emparentado con los reyes de Castilla y Aragón, había mostrado desde su niñez una inusitada inclinación por el saber, así como unas aptitudes muy señaladas para el estudio. Y todo esto sucedía contra el parecer de su abuelo, que hacía lo posible por encaminarlo a las armas, postergando los libros; sin embargo, las tendencias de aquel niño de sangre azul no pudieron desviarse ni tampoco reprimirse: “cuando los niños suelen por fuerça ser llevados a las escuelas, él, contra voluntad de todos, se dispuso a aprender” –nos revela Fernán Pérez de Guzmán en sus “Generaciones y semblanzas”.

            Con el tiempo, Villena llegó a ser nombrado Maestre de la Orden Religioso Militar de Calatrava, pero no gozaba de prestigio entre sus conmilitones y, por eso mismo, a la menor ocasión que se les brindó le fue negada la obediencia de sus freires y terminó siendo destituido. La razón del rechazo que los nobles coetáneos sentían por él no parece ser otra que la proclividad que Enrique de Villena mostraba por los estudios: “E ansí este amor de las escrituras non se deteniendo en las ciencias e artes se dio mucho a la astrología, algunos, burlando, dizían dél, que sabía mucho en el çielo e poco en la tierra” –nos cuenta Fernán Pérez de Guzmán: se repite el chiste que se hacía con Alfonso X el Sabio, a saber: que los sabios están en las nubes y no dan ni una a derechas en lo que más importa a la política, el sentido pragmático basado en las imposiciones del realismo más crudo.

            Que Enrique de Villena se aplicara a conocer las ciencias de su época (también fue acusado de internarse en el ocultismo: alquimia y magia), que produjera una meritoria obra literaria como filósofo, poeta, médico (y, no lo olvidemos, traductor, dado que dominaba varios idiomas) no parece que le hubiera granjeado el respeto de sus contemporáneos: “E por esto fue habido en pequeña reputaçión de los reyes de su tiempo e en poca reverençia de los caballeros” -termina diciéndonos Pérez de Guzmán [6]. El caso de Enrique de Villena es elocuente: a los humanistas del siglo XIV no se les consideraba todavía aptos para tareas dirigentes y sus méritos intelectuales no eran, como después fue, motivo de admiración y respeto, sino más bien piedra de escándalo y causa de vilipendiosas e irrisorias chanzas, con el consecuente descrédito social que podía entrañar el ostracismo incluso, esto es: la “muerte civil”.

Continuará...







[3]La construcción de la Cristiandad europea”, Luis Suárez, Editorial Homolegens, Madrid, 2008, pág. 282.

[4]Introducción al estudio de la filología latina”, Víctor José Herrero, Biblioteca Universitaria Gredos, Madrid, 1976. Para el término “paideia” recomendamos el monumental volumen dedicado a ello por el erudito alemán Werner Jaeger: “Paideia: los ideales de la cultura griega”, existe traducción al español en el Fondo de Cultura Económica.

[5]Empresas políticas”, Diego de Saavedra Fajardo, edición, introducción y notas de Francisco Javier Díez de Revenga, Editorial Planeta, Autores Hispánicos, Barcelona, 1988.

[6]Generaciones y semblanzas” de Fernán Pérez de Guzmán y “Claros varones” de F. del Pulgar, Biblioteca Clásica Ebro, Editorial Ebro, Zaragoza, 1970, pp. 38-39.

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